Nos acostumbramos al calor con mucha facilidad, aunque la mayor parte del año tengamos los pies fríos. Y cuando vuelve a llover, no encontramos el paraguas porque lo guardamos muy al fondo del armario. O en la basura.
Nos llevamos las manos a la cabeza cada vez que nos volvemos a equivocar, como si no entendiéramos por qué, aunque lo hayamos hecho nosotros. Y es que no vemos que estamos aquí para lo bueno. Por eso nunca nos vamos a pasar el juego. Por eso, lo único que nos salva el culo es el instinto. Por eso bajamos la guardia. Por eso no pasa página el que realmente se empeña en quedarse atrás. Porque los demás, casi sin querer, nos acabamos dando de frente con las ganas de volver a confiar, buscando nuevas estrategias y comprando una agenda para los esta vez sí.
Y nos la volveremos a pegar. Lloraremos como si fuese la primera vez que lloramos y nos juraremos que de esta vamos a aprender. Y aprenderemos, por supuesto. Y seremos un poco más nosotros, un poco más maduros y un poco más fuertes. Nos diremos que nunca más, que ya sí, que otra no. Pero algún día de verano, al levantar la cabeza por el orgullo de todo lo que hemos crecido, veremos el cielo y nos volveremos a sorprender de que casi sea de noche, y todavía brille el sol.
I. Miranda
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